Me pide el amigo JLG, del FB, que le diga mi opinión sobre si se puede considerar música lo que no tiene ritmo. Complicada labor para alguien que no es más que un aficionado, sin embargo lo voy a intentar.
La música más primitiva era el tam-tam y era puro ritmo (incluso hay un video de un arqueólogo circulando por la red que ha hecho un xilófono de piedra, que habría que llamar petreófono, con el que saca sonidos realmente interesantes). Ahí empezó todo, nada de armonía y mucho ritmo.
La cosa evoluciona cuando se taladran unas cañas, se sopla por un extremo y sale un sonido fluido, como el viento entre las ramas, con el que se organizan sonidos que podríamos llamar armónicos y con eso —y unas arpas con mínimas cajas de resonancia— se van a apañando hasta más allá de la cultura helenística.
Luego —en Occidente al menos— se produce la hegemonía de lo que se llamó música sacra, sobre todo vocal y encerradita en los templos, en la que los instrumentos eran meros telones de fondo para los salmos entonados con los ojos en blanco. La voz humana siguiendo una pauta escrita previamente. Es el triunfo definitivo de la armonía. El tambor sólo lo tocaban los pobres y los ejércitos cuando marchaban por los innumerables campos de batalla que se prolongaron hasta las puertas de Renacimiento en el que parece que ya hay laúdes con finas sonoridades, vihuelas de muchas cuerdas y otros instrumentos altamente refinados y ya está casi todo dicho —al menos en Occidente —.
Al margen de la música popular, voz, guitarra y percusión, que seguía llenando las tabernas y los cruces de caminos, me da la impresión que son los ingleses en su Renacimiento, a mediados del 1500 aproximadamente, la época de Elisabeth I, con un compositor tan lúcido como John Dowland, los que empiezan a considerar la música como algo refinado y digno de estar en las cortes y los salones —y no solo en las iglesias y los conventos—, los compositores son subvencionados para trabajar al servicio de los nobles y surge la música culta y privada, probablemente en 1600 con Purcell y sus congéneres (mientras Vivaldi y Bach en el continente están poniendo todo patas arriba), después ya viene Handel y su «Música Acuática» a principios de 1700 y, entre unas cosas y otras, queda el camino sembrado para una música al servicio de cualquiera que pueda hacerse con una partitura y tocar mínimamente un instrumento.
Para el inicio del 1800 ya se había inventado el metrónomo como lo conocemos hoy en día y la mayoría de los nombres que llenan las enciclopedias musicales ya habían nacido, dado su aporte a este edificio monumental y muerto con más o menos fortuna.
En qué poquito tiempo ha pasado todo, ¿verdad?
Desde que todo era ritmo en la prehistoria, pasando por cuando se crea la armonía y llegando hasta ahora, a estos tiempos extraños en los que se dice que es posible que la ausencia de alguno de estos factores no afecte sustancialmente para que siga habiendo música.
Todo esto para decir que yo pienso que sí es posible que haya música sin ritmo, simplemente por el hecho de que los tiempos y las denominaciones que fijan las ortodoxias pasan, como pasó el Imperio Romano.
Valgan como ejemplos algunas de las músicas compuestas por Brian Eno (últimamente creando música generativa, creada con ayuda de un programa informático y que al escucharse en dicho programa, usando las pautas que generó el compositor, suena cada vez distinta), de grupos de experimentación sonora —con décadas de trabajo a sus espaldas y muchos discos grabados— como Stars of The Lid con su música “drone” (es decir pura electrónica, sin percusión, sin bajos rítmicos ni instrumentos solistas o voces que destaquen. Un todo continuo simple, mecánico e hipnótico alejado de toda consideración musical en el sentido convencional, sin embargo dotado de un sentido armónico que lo transforma en un paisaje de fondo, grato y sugestivamente creativo), o el compositor Max Richter (con gran parte de su obra editada en el sello de música «clásica», Deutsche Grammophon) con composiciones como «Moth-like stars» o «Space 26», ambas de su álbum «Sleep», basadas únicamente en pulsiones electrónicas para crear un paisaje sonoro, piezas que, desde luego, se salen del parámetro canónico, puesto que no responden a la esclavitud métrica marcada por el metrónomo. Valgan estos tres ejemplos, entre otros muchísimos artistas sonoros que están investigando (y creando) música carente de ritmo, al menos como se entiende en el sentido convencional.
Hay que mirar (y escuchar) hacia adelante. Siempre hacia adelante.
Recordemos qué ocurrió en el s.XIX con la pintura Impresionista (hoy considerada por todos los modernos como un arte burgués y decadente) que, cuando comenzó a abrirse paso y tener visibilidad, los académicos la consideraron una aberración, diciendo que esos pintores no se podían considerar artistas sino salvajes ignorantes que manchaban lienzos.
No vayamos a caer en los mismos errores tan solo por creer que lo que conocemos es lo único bueno y lo que merece ser aceptado, ya que estaríamos cayendo en actitudes que nos avergüenzan en otros y que nos producen risa. Como en «En busca del tiempo perdido» de Proust, el grito en el cielo que lanzan los Verdurin cuando ven por primera vez un cuadro Impresionista y que, cuando dicho movimiento se había consagrado, pocos años después, alardeaban de ser coleccionistas de cuadros de este estilo de pintura incluso antes de que este existiera.
Los ejemplos que puedo poner con respecto al paralelismo de la música con las artes plásticas son infinitos, porque es más mi terreno, y que empiezan aproximadamente al inicio de los tiempos. ¿Cuántas críticas tuvo que soportar El Greco y sus cielos verdes? ¿Cuántos desplantes Goya por su populismo, chabacano a los ojos de los aristócratas?. A Corot los académicos lo consideraban un pintor impresentable, acusándolo de pintar a las modelos con los pies sucios (por su afición a los tonos grises y tierra), Dalí directamente fue expulsado de Bellas Artes de Madrid por descalificar a un tribunal de profesores, eso por no hablar de la vida de mierda de artistas considerados genios hoy en día, como Modigliani o Vincent…
Igual que cuando apareció el Cubismo, ya casi en s. XX, que ocurrió otra vez ídem de ídem y, sin irnos tan allá, opiniones como las que escuchas cualquier día que estás haciendo una visita a las salas de la cuarta planta del Museo Reina Sofía, ante los cuadros de Joan Miró (¡todavía a día de hoy!) tienes que oír rebuznos del calibre de: «¡Esto mi nieto lo pinta mejor!». Incluso tratándose de un artista español inmortal, ascendido al Olimpo del arte en el mundo entero y viene un señor, aficionado a la pintura realista (o probablemente no aficionado a ninguna pintura), que se permite opinar de este modo porque, a su manera, lo considera «poco canónico» solo por el hecho de que «no se sabe qué es eso que está pintado en el cuadro» o, todavía más peregrinamente, ignora «lo que el pintor quiso decir». Ideas que nos retraen el pleistoceno de la cultura occidental, por tanto no pienso discutir con nadie en términos de música canónica —cargados como vienen de argumentos de hace quinientos años como ritmo, proporcionalidad y cadencia— porque me están demostrando que su cultura de música clásica se limita a las colecciones por fascículos que edita Sarpe Ediciones, colecciones en las que todavía no aparece un genio de la magnitud monumental de Erik Satie, porque todavía lo consideran demasiado moderno.
Eso sí que es demasiado para mí.
A los jóvenes que quieran iniciarse en la música hay que decirles que no hagan caso de nadie, que disfruten de lo que hace gozar sus oídos (y a la mayoría de hecho no hay que decírselo, que ya lo hacen por su propia cuenta y riesgo) y que si, además de gustarles la música se sienten con capacidad para interpretarla, lo pongan en práctica y lo experimenten, precisamente ahora que tienen innumerables herramientas que nosotros ni siquiera soñábamos con tener.
Espero no haber hecho demasiadas disgresiones y haber respondido, al menos en parte, a la pregunta.
Un saludo.
Luis